Primera estación: Jesús condenado a muerte
Del evangelio de S. Juan:
“Nadie tiene amor más grande que quien da la
vida por sus amigos”.
Jesús se compromete a seguir el camino que el
Padre le marca, un camino que lleva a morir a sí mismo para que se cumpla la
voluntad del Padre.
Nuestro compromiso con Cristo exige de nosotros
estar dispuestos a ir por el camino que Jesús nos marca, éste es el de la cruz,
el de como Él morir a nuestros deseos para que nuestro corazón piense, actúe y
ame como Cristo.
Segunda estación: Jesús con la cruz a cuestas
Del
evangelio de S. Mateo:
Si alguno quiere venir en pos
de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga.
La
voluntad de Cristo no fue otra que la voluntad del Padre y no fue fácil, pues
le exigió cargar con la cruz, el peso de una vida de entrega por los demás, esa
fue la cruz de Cristo, en ella estamos cada uno de nosotros, a quienes lleva
sobre los hombros.
Nuestro compromiso con Cristo lo es también con los
demás. Él nos pide que amemos a los otros como Él los ama. Ellos forman parte
de nuestra cruz, son los nombres escritos en ella: los padres, los hermanos, el
marido, la esposa, los hijos e hijas, los vecinos, los compañeros de trabajo,
los miembros de la parroquia, del movimiento junior,...
Tercera estación: Jesús cae por primera vez bajo la cruz
Del salmista:
No me abandones, Señor, Dios mío, no te
quedes lejos; ven aprisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación.
Vivir para Dios es morir a uno mismo
llevando la pesada carga de los demás y Cristo, en cuanto hombre que era, cayó.
Muchas veces se cansó, sintió la amargura de la ingratitud, el abandono de sus
íntimos, la traición de su amigo, el silencio de Dios. Abatido bajo el peso de
la cruz, siguió confiando en el Padre.
También nosotros a veces
experimentamos esa amargura, darse a quienes amamos no significa recibir
siempre la recompensa de la gratitud. La ingratitud de quienes les habíamos
dado todo son golpes que nos derriban, pero como Jesús miramos a lo alto,
sentimos la mano de un Dios que nos levanta.
Cuarta estación: Jesús encuentra a su santísima Madre
Del libro de las Lamentaciones:
¿A quién te compararé, a quién te asemejaré,
hija de Jerusalén? ¿A quién te igualaré yo para consolarte, oh doncella, hija
de Sión?
María
estaba allí, cerca del camino y sufre en silencio. María no habla, acompaña a
Cristo.
También en nuestra vida hay personas que sufren
en silencio los problemas, las contrariedades, los fracasos, las crisis,... No
preguntan, no dan consejos vacíos, sencillamente están ahí y nosotros lo
sabemos. En su silencio experimentamos un amor fuerte, que respeta nuestro
dolor y reza a Cristo para que nos ayude.
Quinta estación: Jesús es ayudado por el Cireneo a llevar la cruz
De la carta del apóstol S. Pablo a los
colosenses.
Llevad los unos las cargas de los otros y
cumplid así plenamente la ley de Cristo.
Vivir
para Dios no es tarea de una sola persona, se necesita la ayuda de los demás y
Cristo en su camino no quiso la cruz para Él sólo, dejó que le ayudase el
Cireneo. No hay heroísmos individualistas, sino abandono en la Providencia.
Ser cristiano y tratar de serlo en toda su
radicalidad no es una acto individual sino comunitario, nuestro compromiso es
con los otros. Así no estamos solos, en la Iglesia siempre hay cireneos: el
sacerdote que me escucha y perdona los pecados, el o la acompañante espiritual,
esa persona a quien admiramos, la propia pareja.
Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro a Jesús
Del Evangelio de San Lucas:
Y acercándose, le vendó las heridas, lo montó
en su propia cabalgadura, lo llevó a una pasada y cuidó de él.
Y Jesús
se dejó amar por esta mujer, permitió que acariciase su rostro y le devolviese,
limpio de sangre, la belleza genuina. Ella fue buen samaritano para Jesús y
quien había venido a cuidar de los demás, se dejó cuidar.
El camino de la cruz, nuestro compromiso radical
con el Evangelio, conlleva sufrimiento, pero también nos ofrece momentos de
gozo, de valorar lo importante de nuestra vida y esto no es tener cosas,
dinero, comodidades, buenos viajes,... sino valorar lo sencillo, una lágrima
enjugada, un corazón que se acerca y escucha.
Séptima estación: Jesús cae por segunda vez
Del salmista:
Por ti he aguantado afrentas, la vergüenza
cubrió mi rostro, soy un extraño para mis hermanos.
El compromiso con el Padre
de Cristo llevó consigo sufrir afrentas y vergüenza, ser un extraño para su
familia y vecinos de Nazaret. Y Cristo, profundamente humano, humanísimamente
afectivo, sufre, ama, espera, confía.
Nuestro compromiso con Cristo también nos lleva
a sufrir la incomprensión y la burla de los familiares, amigos, vecinos y
compañeros de trabajo, el desprecio de quienes nos consideran unas personas
ilusas que siguen creyendo en un mensaje en el que pocos en nuestra sociedad
creen realmente: el Evangelio de la vida, la solidaridad, el amor a Dios y al
prójimo.
Octava estación: Jesús amonesta a las mujeres de Jerusalén
Del Evangelio de S. Juan:
Porque, si en el leño verde
esto hacen, ¿en el seco qué se hará?
Palabras
vacías, aparentemente confortadoras, pero vacías. La Verónica no llora ni se
lamenta, actúa, da la cara por Cristo, sin miedo. Ellas se lamentan, pero desde
el lugar de los espectadores, sin entrar en el camino de Cristo. Y Jesús les
amonesta. Aquellos que viven sin comprometerse con el Evangelio han de saber
que, precisamente por su indiferencia e inhibición, sufrirán las consecuencias
de no haber impedido el avance del mal.
También muchas veces preferimos ser
espectadores. Nos pasamos el tiempo lamentándonos de la crisis social en la que
vivimos, llorando al contemplar a los niños que mueren en África, a los padres
que sufren a un hijo drogadicto, a las parejas desunidas, a las mujeres
maltratadas, pero sin actuar. Palabras vacías si no van acompañadas por un
compromiso serio por vivir el Evangelio y transformar la sociedad desde él.
Novena estación: Jesús cae por tercera vez bajo la cruz
Del salmista:
La afrenta me destroza el corazón y
desfallezco. Espero compasión y no la hay.
Es la soledad de quien ha
dicho sí al Padre. De nuevo, ya no bajo el calor de los olivos, sino en la
frialdad del dintel de la muralla, Cristo cae. El no se haga mi voluntad sino
la tuya ha sido probado tres veces, espera y no lo encuentra, es el compromiso
purificado de toda esperanza de encontrar amor en este mundo.
Esperaron nuestros mártires y
encontraron desprecio, esperaron las víctimas del terrorismo y encontraron
silencio. También nosotros esperamos de nuestras fatigas y cansancios
compasión, un poco de aliento que anime nuestro compromiso cristiano y muchas
veces descubrimos que no la hay.
Décima estación: Desnudan a Jesús, y le dan de beber hiel.
De la carta a Filemón:
Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte
de cruz.
Antes de subir a la cruz Cristo se ha de desprender
de todo, ir al Padre tal como es, sin esconder nada, desnudo. Y así entrará en
el paraíso, el Gólgota donde comerá del árbol de la vida, plantado en mitad del
jardín. Adán salió vestido. Cristo entra desnudo, con las manos vacías, todo
para Dios, sin nada, ni siquiera un paño, para Él.
También nuestro compromiso con Cristo nos lleva
a despojarnos de lo que es nuestro, lo que disimula nuestro pecado, de ese
personaje ideal con el que nos vestimos. ¡Cuántas veces en nuestra vida
cristiana hemos tratado de disimular ante los demás nuestras limitaciones,
defectos y pecados! Tenemos vergüenza de presentarnos ante Dios tal como somos.
Undécima estación: Jesús clavado en la cruz
Del salmista:
Me taladraron las manos y los pies, puedo
contar mis huesos.
Clavado en la cruz. Es lo único que le
pertenece, clavado a la voluntad de Dios, con los pies anclados en la tierra y
la vida del ser humano, la cabeza elevada al cielo y al corazón del Padre y las
manos, las manos abrazando a toda la humanidad.
Clavados vivimos también nosotros.
Comprometidos con Cristo, intentando cumplir su voluntad, puestos los ojos en
lo alto, en Él, con los pies en la tierra, viviendo con realismo nuestro ser
persona, con los brazos amando a todos los que nos buscan y a los que se mantienen
a distancia nuestra.
Duodécima estación: Jesús muere en la cruz
De la carta a los Romanos:
La prueba de que Dios nos ama es que Cristo,
siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros.
Esta es la meta de Cristo morir para que los
demás tengan vida. Esta ha sido la voluntad del Padre que sea grano de trigo
que muere en la tierra, que es triturado en el molino, amasado y horneado para
ser alimento de los que tienen hambre de justicia, de amor, de misericordia, de
compasión.
Y esta es nuestra meta como cristianos, dejar de
pensar en nosotros mismos, morir a nuestro yo para que el tú tenga vida,
dejarse acrisolar por el fuego del Evangelio.
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz y puesto en los brazos de su santísima Madre
Del Evangelio de S. Juan:
Estaba junto a la cruz de Jesús, su Madre.
María está ahí, recogiendo al hijo muerto. Madre
de los Dolores, Madre de la Soledad. Y ella representa a la Iglesia, Madre de
los que mueren en el estrecho, en los poblados africanos, en los barrios marginales
de América Latina, en las fábricas de Asia, Madre que se compadece de Cristo
sufriente y con Cristo, con María, llora con los que lloran.
Y nosotros, rostro vivo de la Iglesia,
comprometidos con Cristo para estar al lado de tantas madres que lloran la
muerte de sus hijos.
Decimocuarta estación: Jesús es puesto en el sepulcro
Del evangelio de S. Mateo:
El Hijo del hombre tiene que ser entregado en
manos de los hombres, que le matarán y al tercer día resucitará.
Sepultado para resucitar. El compromiso de
Cristo con el Padre no queda ahí, es también el compromiso del Padre con
Cristo. El cumple su Palabra y resucita al Hijo Obediente Hasta La Cruz.
También Dios tiene ese compromiso con nosotros.
Cristo es nuestra garantía. Si seguimos sus huellas resucitaremos. Morir a
nosotros mismos no es sólo para que los demás tengan vida y para cumplir la
voluntad de Cristo, es para tener vida. Como bien afirmó Oscar Romero, “si me
matan resucitaré en el pueblo”. Morimos para resucitar, tener vida en la Casa
del Padre, pero también en aquellos que nos aman.
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