Primera estación: Jesús condenado a muerte
De la
Primera Carta a los Corintios.
“Estad alerta, manteneos en la fe,... todo lo que
hagáis sea con amor” (1 Cor 16,13-14).
Jesús acepta
ser condenado a muerte y lo hace por amor a la Iglesia, por ella se somete al
juicio de los hombres.
Nuestro
compromiso con la Iglesia nos lleva a sumir las condenas que sufre en nuestro
tiempo quien es la Esposa de Cristo, a correr la suerte de nuestra Madre,
sufriendo con ella, por amor a Cristo, las constantes burlas, críticas,
descalificaciones que sufre.
Segunda estación: Jesús con la cruz a cuestas
De
la Carta a los Colosenses:
“Me
alegro de sufrir por vosotros en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por
su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24).
Cristo carga
con la cruz, su cruz es el pecado de sus hijos, de quienes hemos sido
bautizados. En esa cruz están nuestras palabras vacías, nuestra falta de amor a
los demás y a la Iglesia.
Y
ella asume también el pecado de sus miembros. La Iglesia Santa ha caminado
durante la historia llevando sobre sus hombros la falta de amor de quienes
formamos parte de ella.
Tercera estación: Jesús cae por primera vez bajo la cruz
De
la Segunda Carta a los Corintios:
“Este
tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan
extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4,7).
Jesús
camina llevando la cruz, cae y se levanta porque en su interior lleva el
Espíritu, el amor más grande que la cruz más pesada, capaz de levantarle a
pesar de la fragilidad de su cuerpo.
En
vasijas de barro es como se presenta la Iglesia al mundo, pobre en muchas
ocasiones, frágil en su actuar, pero cuando se le conoce se descubre en su
interior un tesoro que la supera infinitamente: la presencia de Dios en la
pobreza de la eucaristía y los sacramentos. Ellos son la fuerza que la levantan
cuando cae.
Cuarta estación: Jesús encuentra a su santísima Madre
De
la segunda carta a Timoteo:
“No
me siento derrotado, pues se de quién me he fiado y estoy firmemente persuadido
que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio” (2 Tim
1,12).
El
encuentro con María fue para Cristo alentador, porque ella no era solamente su
Madre, ella representaba a la Iglesia que permanecía en el camino de la cruz,
orando por quien es su Salvador.
En
el camino de la cruz la Iglesia ora a María, día y noche los católicos en
nuestro via crucis personal hemos dirigido nuestra mirada a la Madre y le hemos
pedido que rogase por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Quinta estación: Jesús es ayudado por el Cireneo a llevar la cruz
De
la carta del apóstol S. Pablo a los Gálatas:
“Ayudaos
mutuamente a llevar vuestras cargas y así cumpliréis la ley de Cristo” (Gal
6,2)
Jesús
acepta le ayuden a llevar la cruz, es Simón de Cirene, el padre de Alejandro y
Rufo, dos personajes conocidos por la comunidad de Roma, posiblemente
cristianos. Y en el cireneo descubrimos a la Iglesia, que sale al encuentro de
Cristo para compartir su cruz.
Ella
nunca se ha separado de la cruz. La Iglesia sigue caminando con Cristo en el
via crucis, sigue llevando la carga del Evangelio y la radicalidad del
mandamiento del amor. Ella sigue cargando con la cruz de sus hijos, aliviando
el sufrimiento mediante la Palabra, la Liturgia, los Sacramentos, la acogida y
la escucha.
Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro a Jesús
De
la Segunda Carta a los Corintios:
“¿Quién
está enfermo sin que yo enferme?, ¿quién cae sin que a mí me de fiebre?” (2 Cor
11, 29).
Una
mujer sale al encuentro de Cristo sufriente y en ella descubrimos a tantas
mujeres, Iglesia viva, que porque se sienten hijas de la Iglesia, dan
testimonio de Cristo, siendo pilar firme en las comunidades parroquiales y
religiosas, en los movimientos y asociaciones católicas.
Séptima estación: Jesús cae por segunda vez
De
la Segunda Carta a los Corintios:
“Siempre
tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras sea el cuerpo nuestro
domicilio, estamos desterrados lejos del Señor. Caminamos sin verlo, guiados
por la fe” (2 Cor 5, 6).
Jesús
cae por segunda vez, pero no desfallece, sabe que su victoria está más allá de
este mundo, tras la noche de la cruz llega el día y se levanta, por que su cruz
no es para salvarse a sí mismo, sino para que nos salvemos quienes por el bautismo
nos hemos incorporado a Cristo.
Y
la Iglesia también sufre el cansancio, la derrota, pero sigue avanzando en el
camino de la cruz, sin desfallecer, guiada por la fe en quien es su Salvador y
Redentor.
Octava estación: Jesús amonesta a las mujeres de Jerusalén
De
la Carta a los Romanos:
“Bendecid
a los que os persiguen, bendecid, sí, no maldigáis. Con los que ríen, estad
alegres, con los que lloran, llorad” (Rm 12,14).
Cristo
amonesta a quienes pasan el día juzgando lo que hace la Iglesia, lamentándose
de los errores de sus hijos, pero sin hacer nada por cambiar la Iglesia ni
descubrir en ellos mismos la causa de su dolor.
Frente
a ellos, la Iglesia no vive al margen del dolor, para sí misma, sino para Cristo y para la
sociedad, a quien ofrece el mensaje de Jesús: gozo para los que ríen, consuelo
para los que lloran.
Novena estación: Jesús cae por tercera vez bajo la cruz
De
la Segunda Carta a los Corintios:
“Muy
a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de
Cristo. Por eso vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las
privaciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil,
entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 10).
Cayó
por tercera vez y volvió a levantarse, porque en Él residía la fuerza de Dios,
quien le había enviado a entregar su vida por la humanidad.
También
la Iglesia, cuerpo de Cristo, cae y se levanta, sufre cada día a causa de sus
propios pecados y los de la humanidad, pero no se desalienta, pues descubre en
el sufrimiento y en la propia fragilidad la fuerza de Cristo.
Décima estación: Desnudan a Jesús, y le dan de beber hiel.
De la Carta a los Filipenses:
“Jesús a pesar de su condición divina, no se
aferró a su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la
condición de esclavo” (Flp 2, 6).
Subió a la cruz despojado de todo, de poder y de
riquezas y pasó por un esclavo, obediente hasta la cruz.
Y este es el camino por el que Cristo ha
conducido a la Iglesia en muchas ocasiones, es el camino de la Iglesia perseguida,
de los obispos condenados a trabajos forzados, de las comunidades cristianas
sin templos ni edificios, celebrando la misa en la clandestinidad, es la
Iglesia que sufre y es perseguida.
Undécima estación: Jesús clavado en la cruz
De
la Primera Carta a los Corintios:
“Podría
repartir en limosnas todo lo que tengo y aún dejarme quemar vivo; si no tengo
amor, de nada me sirve” (1 Cor 13,1).
Muchas
veces hemos medido la pasión de Cristo por la cantidad de sufrimiento y así su
pasión fue la más grande de las sufridas por los hombres y mujeres porque fue
el que más sufrió y no es así. La medida de la pasión no está en la cantidad de
dolor sino en la calidad del dolor padecido, en el amor que derrochó en cada
instante, su pasión es la más grande porque de todos los que han sufrido nadie
ha sufrido con tanto amor como Cristo.
Y
el amor es lo identificativo de la Iglesia. Lo importante de ella no es lo que
hace en favor de los demás, sino que el amor que lleva en su seno. Lo
fundamental es que detrás de cada acto en favor de los demás está Cristo y su
amor, es Él quien a través de ella se clava en la cruz de cada hombre y mujer
que en este instante está sufriendo y asistido por un sacerdote, una religiosa,
un religioso, un seglar.
Duodécima estación: Jesús muere en la cruz
De
la Primera Carta a los Corintios:
“Cuando
vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime
elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa
alguna, sino a Jesucristo, y Éste crucificado” (1 Cor 2,2).
La
cruz es la gran lección de Cristo acerca de Dios. Ella es el tálamo en el que
se entrega a su esposa la Iglesia, en el que derrama la vida en sus entrañas
para que ella engendre hijos. De ella brota como la sangre y el agua que da
vida a sus frágiles hijos.
Y
la cruz es el centro de la Iglesia. Ella es la Palabra que la Iglesia anuncia a
sus hijos. De ella brota la fuente en la que bebemos todos nosotros, el agua y
la sangre, los sacramentos. Jesús muere en la cruz para que su esposa tenga
vida, para que nosotros vivamos.
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz y puesto en los brazos de su santísima Madre
De
la Carta a los Gálatas:
“Para
vivir en libertad, Cristo nos ha liberado. Por tanto, manteneos firmes, y no os
sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud”.
María
acoge a Cristo muerto, con la esperanza en la resurrección. Ella es la mujer
creyente, que espera más allá del fracaso de la muerte.
La
Iglesia también se mantiene firme en los momentos de oscuridad y dolor, su
esperanza no está depositada en este mundo, sino en Cristo.
Decimocuarta estación:Jesús es puesto en el sepulcro
De
la Carta a los Romanos:
“¿Quién
podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la
persecución¿, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?”
Rom
8, 35
Nada
le apartó del amor del Padre, ni la profundidad de la muerte que el Credo
confiesa afirmando “descendió a los infiernos”. Nada le apartó del amor. En el
dolor más intenso y en la soledad más fría siguió amando al Padre y a la
humanidad.
Y
la Iglesia sigue amando a Cristo, así lo vivieron los apóstoles, perseguidos y
condenados a muerte como el Maestro, ha sido lo han vivido los mártires y
tantos hombres y mujeres que se mantienen fieles a Cristo aunque ello implique
ser separados de sus padres, esposas, hijos,... y morir.
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