Primera estación: Jesús condenado a muerte
Del evangelio de S. Mateo:
“En aquel tiempo dijeron los sumos sacerdotes y
el Sanedrín: ¿qué os parece? Es reo de muerte (Mt 26,66).
Jesús asume su
condición de profeta. Ha sido llamado a dar testimonio de la verdad y como los
profetas es condenado a no ser escuchado, a la exclusión.
La vocación es
decir sí a Cristo, aceptar correr la suerte de Jesús, actuando como él, sin
miedo a ser rechazado.¿Estoy dispuesto a ello?
Segunda estación: Jesús con la cruz a cuestas
Del evangelio de S. Juan:
“Al
entregarlo Pilato, se hicieron cargo de Jesús, que llevando a hombros su propia
cruz, salió de la ciudad hacia un lugar llamado la Calavera, en hebreo Gólgota”
(Jn 19, 17).
Decir
sí siempre es asumir la cruz que conlleva y Cristo cargó con la propia, porque
la obediencia al Padre es siempre asumir el peso de muchos “noes”, no a si
mismo, no al poder, no al tener libertad, paz, bienestar.
Es
más rentable vivir para uno mismo, dejar a los otros con sus problemas, por
eso, son muchos los llamados y pocos los que escuchan la voz de un Dios que
invita a seguirle en la entrega a los demás.
Tercera estación: Jesús cae por primera vez bajo la cruz
Del Evangelio de S. Mateo:
“Mi alma está triste hasta la muerte... y adelantándose un poco, cayó
rostro en tierra y oraba” (Mt 26,37).
Jesús
cae. Al entusiasmo del primer momento, abrazándose a la cruz, feliz porque el
“hágase tu voluntad” es una realidad, sucede el cansancio, la caída.
También
en la vida del seminarista, el sacerdote, el consagrado y el cristiano
comprometido hay una primera caída que abre el camino a otra segunda y a otras
muchas caídas: el primer desánimo, el primer desengaño, la primera
irresponsabilidad,... nos abre los ojos a la dura realidad de una
vida-para-los-demás.
Cuarta estación: Jesús encuentra a su santísima Madre
Del Evangelio de S. Lucas:
“Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: Y a ti misma, una espada
te atravesará el alma, a fin de que queden al descubierto las intenciones de
muchos corazones” (Lc 2, 34-35)
Esta
sólo, completamente sola. Bueno, completamente solo, no; está María, su Madre.
Ella le sigue de cerca y las miradas se cruzan. Hay alguien que cree en su
proyecto de vida.
No
estamos solos en el seguimiento de Jesús. Ella siempre está ahí. En los
momentos en los que seguirle es una pesada cuesta arriba, cerremos los ojos y
sintamos su presencia, la mirada de María.
Quinta estación: Jesús es ayudado por el Cireneo a llevar la cruz
Del Evangelista San Lucas.
“Cuando le llevaban, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que
regresaba del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús”
(Lc 23,26).
En
el camino un hombre sale al encuentro de Cristo y le ayuda a llevar la cruz y
Jesús acepta, se deja ayudar y acompañar en la llamada a cumplir la voluntad
del Padre.
También
en nuestra vocación siempre encontramos personas dispuestas a escucharnos, a
cargar con nuestras preocupaciones, dudas, titubeos, sacerdotes que nos
acompañan.
Sexta estación: La Verónica enjuga el rostro a Jesús
Del salmista:
“Mi alma tiene sed del Dios vivo... ¿Cuándo llegaré a ver el rostro de
Dios?” (Sal 63,2).
Una
mujer surge en el camino, ella no sólo enjuga el rostro de Jesús, en su propio
rostro se refleja Cristo, es discípula del Maestro, la que da testimonio de Él,
sin miedo a contaminarse con su sangre, sin miedo al qué dirán.
Nosotros
muchas veces hacemos lo contrario, no da vergüenza decir que somos cristianos,
que vivimos nuestra vocación, nuestra opción por Cristo.
Séptima estación: Jesús cae por segunda vez
Del profeta Isaías:
Aunque nosotros lo creíamos castigado, herido por Dios y humillado.
Eran nuestros dolores los que lo traspasaban y nuestras culpas las que lo
trituraban (Is 53, 4).
Su
vocación fue probada, era el Hijo amado del Padre, pero aprendió sufriendo a
obedecer. Cayendo una y otra vez aprendió a ser Hijo amado, apoyándose solo en
el Padre.
Pecar,
confesar, pecar, confesar,... y nos desanimamos. Esto no es para nosotros.
Cuando caemos descubrimos que estamos a la misma altura que quienes han
ignorado la llamada de Dios, pero no es así. Nosotros caemos como todos, pero
miramos a lo Alto, nos levantamos sabiendo que Dios nos tiende la mano y
volveremos a caer y Él volverá a levantarnos.
Octava estación: Jesús amonesta a las mujeres de Jerusalén
Del Evangelio de S. Lucas:
“Lo seguía
una gran multitud de pueblo y de mujeres que se golpeaban el pecho y se
lamentaban por él” (Lc 23,27).
Lloraban porque le veían cargando con la cruz,
asumiendo hasta las últimas consecuencias el Reino de Dios, lloraban por Él y
Él les responde: llorad por vosotras y vuestros hijos, por quienes preferís
vivir al margen de Dios, sin optar por quienes ha optado el Padre, los últimos,
los marginados.
Muchos
a nuestro alrededor lloran al ver las dificultades con las que nos encontramos
en el seguimiento de Cristo, lloran la muerte de los misioneros, de quienes han
hecho de su vida una existencia para Dios y para los demás. Y deberían llorar
por ellos mismos, pues viven para sí, vida condenada a la nada.
Novena estación: Jesús cae por tercera vez bajo la cruz
Del evangelio de S. Mateo:
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré.
Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt
11, 28).
Para cargar con el cansancio de los demás, hay
que haber experimentado ese mismo cansancio. Él comprende nuestras caídas y
desalientos, porque Él también lo experimentó, en el peso de su cruz están
nuestras cruces.
No
somos héroes, somos personas como los demás, que se cansan, se agobian y se
desaniman. Precisamente porque caemos somos capaces de escuchar y tender la
mano a quienes en el camino de nuestra vida caen y necesitan ayuda.
Décima estación: Desnudan a Jesús, y le dan de beber hiel.
Del
Evangelio de S. Juan.
“Se repartieron sus vestiduras, echándolas a suerte” (Jn 19, 24)
Despojado
de todo poder, pasa a ser uno de tantos, un condenado a muerte, sin más vestido
que su cruz, sin más pertenencia que sus tres clavos, sin mayor gloria que la
corona de espinas.
Es
lo más difícil en la vocación, despojarse del éxito, dejar que los otros se
repartan el vestido que hemos tejido durante años con mucho trabajo y esfuerzo
y abrazarse al fracaso, a no ser valorado, con las manos vacías.
Undécima estación: Jesús clavado en la cruz
Del evangelista S. Lucas:
“Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 24)
Y
Él extiende sus brazos, quiere abrazarnos a todos. Mientras ellos le insultan y
clavan su cuerpo al madero, Él, Él los perdona, la mayor muestra de amor, es
misericordioso con quienes no lo son con Él.
Este
es nuestro reto en la sociedad: mostrar el rostro misericordioso de Dios a
quienes no comprenden nuestra vocación y nos crucifican con sus palabras. Ante
ellos la mejor defensa es abrir los brazos, abrazarles y perdonarles, como
Cristo.
Duodécima estación: Jesús muere en la cruz
Del evangelio de S. Juan:
“Todo está cumplido” (Jn 19,30).
Vino
a cumplir la voluntad del Padre y así lo hizo, esa fue su vocación llevada al
extremo de la muerte, del darse totalmente al Padre abrazando al mundo.
¿Y
nosotros? Ante la cruz ¿cómo actuamos? ¿Podemos decir que estamos cumpliendo su
voluntad, viviendo el Evangelio? ¿Caminamos con quienes caminó Cristo? ¿nuestro
corazón tiene sus mismos sentimientos? ¿nuestras aspiraciones son las mismas
que las de Cristo?
Decimotercera estación: Jesús es bajado de la cruz y puesto en los brazos de su santísima Madre
Del Evangelio de San Mateo:
José tomó el cuerpo y lo envolvió en una sábana (Mt 27,57).
María
acoge a un crucificado, es capaz de descubrir en este condenado a muerte por
Procurador y el Sumo Sacerdote al Hijo de Dios.
Seguir
a Cristo nos ha de llevar a acoger al otro, al excluido. La llamada al
sacerdocio, la vida religiosa, a ser un cristiano comprometido no es para
quedarse en la Iglesia, la meta está en el ser humano, en acoger a aquellos con
los que Cristo se identificó, hacerse uno con ellos, como la Madre se hizo uno
en el abrazo con el Hijo muerto, excluido.
Decimocuarta estación:Jesús es puesto en el sepulcro
Del
Evangelio de San Juan.
“En el lugar donde Jesús había sido crucificado había un huerto, y en
el huerto un sepulcro nuevo en el que
aún no había sido depositado nadie. Pusieron allí a Jesús” (Jn 19,41).
Sepultado en la tierra, en espera de la gran noche de la Pascua,
confiando totalmente en el Padre. Su entrega por los demás, su SI total al
Padre no ha quedado frustrado, pero antes tiene que pasar el silencio del
sábado y esperar con esperanza.
A veces no vemos frutos, ni en nosotros ni en los demás. Tantos años
siguiendo a Cristo, tantas misas, tantas horas de oración, tantas lecturas,
tanto escuchar y meditar la Biblia y seguimos igual. Sepultémoslo en Cristo y
esperemos, no queramos vivir el Domingo de Pascua sin el Sábado Santo, el
Aleluya sin el silencio del descenso a la profundidad.
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